CARÁCTER SOCIO-HISTÓRICO DEL DESARROLLO
Enrique Peña Forero
La idea de desarrollo ha sido entendida de
muy diversas formas, de las cuales parece pertinente destacar su
identificación con los cambios en la función de producción y con el
cambio tecnológico, con la acumulación de riqueza, con el crecimiento
económico, con la evolución a través de estadios predeterminados y con
el cambio social. El factor común es la creencia en el progreso, la
cual “se basa en una interpretación de la historia que considera al
hombre caminando lentamente [...] en una dirección definida y deseable,
e infiere que este progreso continuará indefinidamente” [Bury
s.f./1971 , 16-17], lo que equivale a pensar la historia como un
proceso con teleología propia que va concretándose a mediada que avanza
el espacio-tiempo cronológico del mundo, sin consideración alguna de
los espacio-tiempos históricos que construyen los actores sociales
protagónicos de las diversas sociedades del planeta. Se trata de un
proceso ascendente donde prima, a largo plazo, la armonía y el
entendimiento entre los seres humanos y donde el optimismo emerge como
la nota predominante acerca del destino de la humanidad, llamada a
lograr metas sublimes.
La idea de progreso es, en suma, la
expresión de un sentimiento irracional de fe en el futuro, el cual es
inexistente ya que no pasa de ser una simple posibilidad sin concreción
ontológica presente.
Una acepción del concepto de desarrollo
que ha logrado adeptos por doquier es la que lo identifica con los
cambios en la función de producción, cambios formales en espacios
abstractos que redundan en incrementos de productividad de los factores,
capital, tierra y trabajo. La inconsistencia analítica de mayor
relevancia es, de un lado, la imprecisión teórica del concepto de factor
de producción y, de otro, la reducción del desarrollo a meras
formalidades técnicas dentro de un esquema de pensamiento económico
donde todos los fenómenos sociales se asumen cuantificables mediante
sofisticados procesos matemáticos aplicados a modelos econométricos
igualmente complejos. La presunción que soporta esta teoría del
desarrollo consiste en creer que la realidad relacional de lo social se
ajusta a regularidades de orden lógico mensurables con un instrumental
empírico-analítico apropiado.
Una variante de esta concepción del
desarrollo es la del cambio tecnológico en el sistema productivo de la
sociedad, el cual debe exhibir niveles cada vez más altos de
productividad, eficiencia y flexibilidad. La objeción medular que puede
formulársele a esta forma de entender el desarrollo tiene que ver con la
magnificación de un medio que, por lo demás, actúa en aras de un fin
objetable en sí mismo, como es el incremento incesante del acervo de
bienes a disposición de una sociedad específica en un espacio-tiempo
histórico determinado, pues los aspectos cualitativos de orden cultural
quedan excluidos sin remedio.
De igual manera, es cuestionable el hecho
de referir el desarrollo sólo a la esfera productiva de la sociedad,
pues con ello se introduce, ex profeso, una cosificación inadmisible de
las relaciones sociales y un virtual desconocimiento de la realidad
relacional de lo social, así como de los costos ambientales inherentes
al optimismo tecnológico, basado en el ideal de progreso, en tanto
opción de futuro deseable para el conjunto de la población.
El desarrollo en tanto acumulación de
riqueza refleja el individualismo liberal como trasfondo filosófico, ya
que sólo mediante los principios de propiedad privada y de libertad
económica es posible concebir el concepto de riqueza, a través del cual,
además, se invierte la escala valorativa aplicable a los seres humanos,
ya que dejan de valer por lo que son y pasan a depender de lo que
tienen.
La identificación del desarrollo con el
crecimiento económico da pie a una visión restringida del concepto en la
medida en que lo circunscribe al ámbito de lo económico, olvidando el
carácter integral de la realidad y asumiendo que el proceso de
acumulación de capital es equitativo en lo concerniente a la
distribución del ingreso, situación contraevidente, porque de ninguna
manera puede equipararse un producto interno bruto en alza a una mejora
proporcional en la apropiación de los frutos derivados de tal
incremento; un mayor acervo de bienes y de servicios tampoco es un
indicador fidedigno del grado de satisfacción de las necesidades, deseos
y aspiraciones de los distintos actores sociales, ni del intercambio
orgánico que la sociedad debe establecer con la naturaleza, razones de
peso para rechazar la equivalencia que pretende realizarse entre
desarrollo y crecimiento económico.
Cuando el desarrollo se entiende como la
evolución a través de estadios predeterminados, emerge con fuerza la
idea de progreso unida a la concepción de la historia como un proceso
lineal sin ninguna especificidad de orden social. De otra parte, toma
cuerpo la pretensión de encontrar leyes inmutables en los procesos
sociales, a semejanza de las leyes que rigen los procesos naturales, lo
que no pasa de ser un esfuerzo inútil, si se tiene en cuenta la
imposibilidad de ajustar, tarde o temprano, los espacio-tiempos
históricos de las distintas sociedades a una secuencia determinada de
antemano por quienes realizaron el tránsito en primera instancia.
La corriente de pensamiento que entiende
el desarrollo como un proceso histórico de cambio social puede dividirse
en dos vertientes: la de quienes insisten en el cambio estructural y la
de quienes destacan la sostenibilidad como el principal atributo del
proceso.
La primera vertiente presenta una
interesante concepción del desarrollo porque, en principio, logra romper
con la idea de progreso, dado que las transformaciones sociales pueden
ser positivas o negativas, y toma en consideración el carácter integral
del desarrollo, ya que no queda supeditado a lo económico. Sin embargo,
admite un reparo al observar que considera lo social aparte de lo
económico y de lo político y lo cultural, cuando, en verdad, lo social
está constituido por ellos. Esta vertiente, empero, también tolera la
idea de progreso cuando afirma que
“el concepto de desarrollo,
concebido como proceso de cambio social, se refiere a un proceso
deliberado que persigue como finalidad última la igualación de las
oportunidades sociales, políticas y económicas, tanto en el plano
nacional como en relación con sociedades que poseen patrones más
elevados de bienestar social” [Sunkel y Paz
1970/1988, 39],
postura conceptual difícil de aceptar en
la medida en que dota al desarrollo de una teleología de la cual carece
y porque, además, no es claro el significado del bienestar nacional
aludido si se tiene en cuenta el abigarrado número de intereses sociales
que bullen dentro de una nación, las más de las veces alejados de
cualquier consenso que pueda interpretarse como igualación de
oportunidades.
La segunda variante, aboga por un
desarrollo que contemple los costos ambientales del proceso, así como
las oportunidades intergeneracionales de alcanzarlo, confiriéndole, de
este modo, cierto tinte teleológico y, de alguna forma, irreal, toda vez
que apelar, en abstracto, a las necesidades, deseos y aspiraciones
humanas es pedir demasiado al concepto, como quiera que la población es
heterogénea. En realidad, es utópico pensar que las necesidades, deseos,
aspiraciones y valores de todos los grupos que conforman la sociedad
puedan ser satisfechos al mismo tiempo, pues ello equivale a desconocer
las relaciones de poder, fundamentalmente conflictivas e inequitativas.
Al concepto de desarrollo se le ha
agregado, entonces y en tanto discurso, el adjetivo de‘sostenible’,
mediante el cual se ha querido establecer un principio de equidad
intergeneracional en lo atinente al ‘monto’ de recursos naturales a
disposición de las generaciones futuras, de manera que, en estos
términos, gocen de las mismas oportunidades que las presentes.
En principio, el ‘desarrollo sostenible’
aparece como un discurso de gran fuerza, puesto que destaca la igualdad
intergeneracional de oportunidades para el desarrollo, pero, cuando se
le analiza más a fondo, se descubre que sigue preso de la visión del
crecimiento económico, ya que el énfasis que hace es, de una parte, en
la naturaleza y no en la sociedad, y, de otra, en los recursos para la
producción de mercancías y no en la naturaleza en cuanto sistema de vida
por excelencia en el planeta, de modo que “promete nada menos que la
cuadratura del círculo: identificar un tipo de desarrollo que promueva
tanto la sostenibilidad ecológica como la justicia internacional” [Sachs
1996, 21].
El desarrollo sostenible, además de
preocuparse por la continuidad sin fin del crecimiento económico, asume
que los problemas de justicia en materia de recursos para la producción
son de carácter intergeneracional, pero ello equivale a presuponer
total equidad entre las generaciones presentes, lo cual es, a todas
luces, indemostrable. La preocupación de fondo es, en consecuencia, por
la sostenibilidad del crecimiento, el cual, por su esencia, es la causa
de los problemas ambientales de magnitud global que hoy por hoy aquejan
a la humanidad.
De igual manera, el discurso del
desarrollo sostenible enfatiza en los problemas ambientales asociados a
los recursos naturales para la producción de mercancías, pero no hace lo
propio con los problemas sociales derivados del crecimiento económico
concentrado durante siglos en pocas naciones y en pocas manos, como son
la pobreza, la exclusión, la marginalidad y el desarraigo, en la medida
en que engloba a la humanidad en generaciones presentes y futuras, pero
con olvido sistemático de las profundas diferencias que existen al
interior de ellas, de tal suerte que las responsabilidades puntuales
acerca de las causas de los problemas ambientales de carácter mundial
quedan diluidas, por cuanto la totalidad de habitantes del planeta pasan
a tener la misma responsabilidad en los problemas, situación francamente
inaceptable si se tiene en cuenta que “el problema de la pobreza
descansa no en la pobreza sino en la riqueza. E igualmente, el problema
de la naturaleza descansa no en la naturaleza sino en el sobredesarrollo
[...léase crecimiento económico...]” [Sachs 1996, 43], situación que,
por ejemplo, ha llevado a ciertos países ‘desarrollados’ a pensar que
reservas ecológicas de la magnitud e importancia de la Amazonia pueden
ser convertidas en ‘patrimonio de la humanidad’, lo cual, sin embargo,
sólo concretaría otro gigantesco despojo histórico en la medida en que
tales países ven allí una reserva estratégica de recursos naturales para
su futura producción de mercancías, de manera que juzgan inapropiado el
hecho de que la soberanía sobre tales reservas no esté en sus manos.
Desde la perspectiva de las corrientes de
pensamiento económico, el panorama de la dimensión ambiental del
desarrollo no es esperanzadora, en la medida en que, de nuevo, la
escuela neoclásica encontró la forma de incluir la naturaleza, entendida
para el efecto como una fuente de recursos para la producción de bienes
y de servicios, dentro de la lógica del mercado y del sistema de
precios, de manera que casi nada la diferencia de otros insumos y que
también a ella le aplica, dentro de una lógica ‘perversa’, el principio
de escasez, toda vez que mientras más degradados se encuentren los
ecosistemas más escasos serán sus rendimientos y, por tanto, más
valiosos sus aportes, de manera que encontró la forma de tasar en
precios de mercado las distintas formas de vida del planeta.
Estas interpretaciones del desarrollo
constituyen, en conjunto, el enfoque normativo del mismo, el cual parece
insuficiente en la medida en que privilegia las utopías de quienes
formulan las teorías, al margen del proceso socio-histórico de fondo.
Las utopías, para serlo, deben liberarse de la historia, pero tal cosa
es impensable para las sociedades, las cuales, en suma, sólo son
historia, la historia de los actores sociales protagónicos que con su
acción forjan, paso a paso y día a día, el siempre conflictivo e
inestable “orden social”.
Esta visión normativa del desarrollo hizo
del progreso su ‘idea fuerza’, en tanto carga valorativa por analogía,
ya que el significado del desarrollo biológico de los organismos se
extrapoló a la sociedad como sinónimo de madurez, de evolución [Castoriadis
1991, 96-100], de tal suerte que el futuro sólo puede ser siempre mejor
a través de los logros de la acción conjunta de la ciencia y de la
tecnología en los procesos productivos de carácter industrial, cuyo
resultado es el crecimiento económico indefinido en un marco de
concentración territorial de la población en grandes ciudades, de manera
que el trípode industrialización, crecimiento económico y urbanización
se constituye tanto en el soporte como en la expresión misma del
desarrollo.
El enfoque normativo del desarrollo falla
en tanto es incapaz de explicar el porqué de la persistente presencia de
las violencias, la intolerancia, el hambre, el pauperismo, las
discriminaciones y la injusticia, entre otros “desarreglos” sociales; la
raíz de tal incapacidad se encuentra en el desconocimiento del auténtico
carácter socio-histórico del desarrollo, habida cuenta que sólo mediante
un enfoque de esta índole es posible comprender la esencia de los
procesos que bullen en cada una de las sociedades, signadas por
múltiples asimetrías y conflictos y dentro de las cuales las
interpretaciones del enfoque normativo del desarrollo no dejan de ser
propuestas sujetas a confrontación y debate permanentes por parte de los
distintos actores sociales protagónicos, cuyos intereses, estratégicos y
aparentes, no tienen que coincidir, ni de hecho coinciden, lo cual
explica el porqué son más discursos que prácticas sociales extendidas
mundialmente.
La visión normativa privilegia el ‘deber
ser’ del proceso social que tiene entre manos y no las características
del proceso histórico de fondo que lo explica, su ‘ser’, además de tener
una confianza plena, excesiva en realidad, en las posibilidades de la
ciencia y de la tecnología para dar cuenta de los problemas sociales, en
algo que puede llamarse ‘optimismo científico-tecnológico’, sin advertir
que tanto la ciencia como la tecnología son, en sí mismas, portadoras de
grandes problemas sociales, al punto que hoy por hoy hay quienes creen
que sin una modificación sustancial de esta mirada complaciente sobre
ellas la humanidad entera está abocada a una catástrofe de magnitudes
colosales e irreversibles. En este sentido, se plantea que la visión
dominante del desarrollo se encuentra agotada en la medida en que lo que
se observa por doquier es el “mal-desarrollo” [Peemans 1996, 41],
en forma de crisis agrarias y urbanas, desempleo, exclusión,
fragmentación social, pauperización y supervivencia informal, además de
numerosas guerras y de problemas ambientales de carácter global como el
efecto invernadero, la desertificación de vastas zonas del planeta, la
deforestación, la extinción de especies animales y vegetales y el
agotamiento y contaminación de fuentes de agua.
El mal-desarrollo constituye el paso
histórico de ‘un sueño a una pesadilla colectiva’ [Escobar 1996/1998,
13] y [Quijano 2002], toda vez que las esperanzas de progreso fincadas
en la ciencia y en la tecnología terminaron por engendrar un mundo donde
es la desesperanza aprendida desde la cuna lo que signa la vida de
millones de personas, cuya suerte a nadie interesa, como quiera que lo
verdaderamente importante es el proceso global de acumulación de
capital, concentrado en pocos países y en pocas manos.
Frente a este rotundo fracaso de la visión
normativa del desarrollo, que confundió la realidad con una quimera, con
una ilusión, es preciso abordar el concepto desde una visión histórica
en la cual se trata, dentro del espacio-tiempo histórico de cada
sociedad capitalista específica, de un proceso dialéctico de
resolución y generación de conflictos de poder en cuya base figuran
complejas estructuras sociales de orden simbólico, económico y político
y en donde son posibles tanto los adelantos como los retrocesos, de
conformidad con la dimensión en la cual se diriman tales conflictos,
pues en la medida en que el ámbito de resolución de los mismos sea la
dimensión ambiental esto quiere decir que las soluciones son
unilaterales y fundadas en la fuerza coactiva de las armas en desmedro
de la vida de algunas personas, de su cultura o de los ecosistemas que
habitan, en tanto que cuando el ámbito de resolución es la dimensión
política ello significa que es el diálogo el medio de sanjar las
diferencias y que las soluciones son consensuales en función de los
intereses de todos los actores sociales involucrados.
Por tal motivo, parece correcto entender
el desarrollo dentro de una concepción socio-histórica, como sigue:
El desarrollo de la población
organizada en sociedad es el proceso dialéctico de resolución-generación
de sus conflictos de poder durante y en el espacio-tiempo histórico de
la misma, regido, ordenado y regulado por una relación social específica.
Una vez que la visión histórica preside el
análisis del desarrollo, es válido tomar en cuenta la visión normativa
en tanto que es igualmente lícito sugerir objetivos para el proceso,
pero sin pensar que ellos pueden imponerse sin más, sin pasar por el
inevitable conflicto en que deviene la heterogeneidad de intereses
presentes en una sociedad capitalista contemporánea. En tal virtud,
conviene tener en cuenta que “el desarrollo está ligado
intrínsecamente a la capacidad de consolidar los vínculos sociales al
interior de las colectividades que tienen una base territorial definida”
[Peemans 1996, 47], porque ello permite pensar el desarrollo
“como un proceso de expansión de las libertades reales de que disfrutan
los individuos” [Sen, 1999/2000, 19], en términos de la libertad
sustantiva del ser humano y no en términos de la ‘libertad de elegir’
alienada del consumidor de mercancías, lo cual, además, implica centrar
la atención en los procesos sociales y no en los individuos, puesto que
las ‘libertades reales’ de éstos sólo tienen sentido dentro de contextos
sociales específicos y no en espacios analíticos abstractos e irreales,
en los que apenas las relaciones se establecen entre individuos
racionales y cosas susceptibles de ser vendidas y compradas.
Pensar el desarrollo de este modo abre la
posibilidad a la planificación del mismo, entendida como un subproceso
intencionado de construcción del orden social, es decir, como una
práctica social en la cual los actores sociales protagónicos tienen un
alto grado de conciencia acerca de la teleología que anima la
resolución-generación de conflictos dentro de un contexto
socio-histórico determinado.
Las implicaciones de esta forma de
concebir el desarrollo son importantes y, por tal motivo, es preciso
detallarlas.
En primer lugar, el desarrollo está
referido siempre a un modo de producción dominante, entendido éste como
“las fuerzas productivas con las correspondientes relaciones de
propiedad y de producción” [Sunkel y Paz 1970/1988,150], lo cual
significa que mientras persista una relación social particular que rija,
ordene y regule de una forma determinada la composición y distribución
del trabajo en la sociedad, es lícito hablar del desarrollo de ésta
dentro del modo de producción dominante a que se aluda (comunismo
primitivo, esclavitud, feudalismo, capitalismo, socialismo).
El paso de un modo de producción dominante
a otro es producto de contradicciones orgánicas en el proceso de
composición y distribución del trabajo social que determina la
emergencia de una nueva relación social dominante, ordenadora y
reguladora del mismo. De acuerdo con esta idea, el problema de la
composición y distribución del trabajo social debe su importancia al
hecho de ser éste el fundamento de la praxis del ser social del hombre,
como quiera que es en los procesos de trabajo donde aplica su capacidad
teleológica y plasma su atributo ontocreador.
En segundo lugar, el desarrollo de la
sociedad no es uniforme a lo largo de un mismo modo de producción
dominante toda vez que el proceso dialéctico de resolución-generación de
conflictos introduce modificaciones en la forma como se expresa el
carácter ordenador y regulador de la relación social que lo rige; hay,
en consecuencia, fases de desarrollo dentro de un modo de producción
dominante, entendiendo por fase la unidad socio-histórica de análisis en
la cual la relación social dominante ordena y regula de una forma
general el proceso de composición y distribución del trabajo social y,
por tanto, el conjunto de relaciones sociales.
La fase de desarrollo tiende a
homogeneizar la manera como la relación social dominante ordena y regula
de una forma general el proceso de composición y distribución del
trabajo social en cada una de las distintas sociedades en las cuales
impera el modo de producción en referencia. El paso de una fase de
desarrollo a otra está mediado por cambios tecnológicos en la esfera de
la composición del trabajo social, sin olvidar, desde luego, que la
tecnología es un proceso social, ya que así es claro que esta idea no
constituye ningún “determinismo tecnológico” [Pérez 1986, 57]. El
tránsito de una fase de desarrollo a otra es traumático habida cuenta
que es producto del cuestionamiento del orden social vigente, lo cual se
traduce en una redefinición de las relaciones sociales, redefinición
que, a su turno, repercute sobre la forma del intercambio orgánico entre
la sociedad y la naturaleza.
En tercer lugar, el grado de desarrollo
dentro de una misma fase de desarrollo no es idéntico para las distintas
sociedades donde impera el mismo modo de producción, pues si bien la
fase tiende a homogeneizar la forma general como la relación social
dominante del modo de producción ordena y regula el proceso de
composición y distribución del trabajo en dichas sociedades, a tal
tendencia se opone el estilo de desarrollo de cada una de ellas, esto
es, la forma particular como opera y se expresa el proceso dialéctico de
resolución-generación de conflictos de poder en cada sociedad concreta
durante un momento o un período del espacio-tiempo histórico de la
misma, regido, ordenado y regulado por una relación social específica.
El grado de desarrollo, por ende, es
determinado por el estilo de desarrollo y se mide en relación con el
grado de estructuralidad de los conflictos de poder, dado, a su vez, por
el nivel de resolución de los conflictos, de tal manera que a mayor
grado de desarrollo más se alejará el nivel de resolución de los
conflictos de la dimensión ambiental (sociedad-naturaleza), pues ello
quiere decir que los conflictos no ponen en tela de juicio el derecho a
la vida y a la existencia de los actores sociales.
En cuarto lugar, el conflicto es el eje de
la dinámica del desarrollo. Lo que remite el debate al origen de la
conflictividad social y, en tal sentido, cabe decir que sólo a partir
del momento en que se genera un plusproducto que excede las necesidades
de reproducción de la población, es lícito hablar de conflictividad; con
la aparición del excedente se altera el carácter de la lucha por la
existencia, ya que se desplaza desde la naturaleza a la sociedad, dentro
de la cual emergen marcadas rivalidades en pos de la apropiación del
excedente generado [Veblen 1899/1974, 226].
Cabe formular, sin embargo, una importante
aclaración al respecto cual es la de ser impropio atribuir carácter
exclusivo a la conflictividad asociada al excedente, porque una cosa es
ser el origen de la misma y otra, bien distinta, ser la única a lo largo
de la historia dada por la predominancia de los diferentes modos de
producción. De igual manera, es preciso indicar que el proceso
dialéctico de resolución-generación de conflictos puede adoptar la forma
de alianzas, indiferencias y enfrentamientos directos, según sean los
intereses específicos de los actores sociales involucrados.
En quinto y último lugar, el desarrollo se
manifiesta en las dimensiones ambiental, económica y política,
constitutivas de la supradimensión social, o sea de la población
organizada en sociedad, razón en virtud de la cual es pertinente tener
en cuenta que, por su esencia, el desarrollo es multidimensional, estos
es, integral.
Para la visión histórica, la sociedad
entera es el sujeto del desarrollo, de manera que éste, por esencia, es
multidimensional, como quiera que involucra, por igual, las dimensiones
ambiental, económica y política de toda sociedad, de modo que la
adjetivación correcta del desarrollo es ‘social’, lo cual permite
diferenciarlo del crecimiento económico, circunscrito en la dimensión
económica al ámbito de la producción de mercancías; en consecuencia, la
visión histórica permite distinguir, con claridad, el desarrollo social
del crecimiento económico, de tal manera que la adjetivación del
desarrollo como ‘social y económico’ resulta del todo inapropiada por
cuanto pone al mismo nivel dos conceptos con desigual grado de
abstracción, en la medida en que ‘lo social’ denota una totalidad de la
cual ‘lo económico’ hace parte.
En esta misma dirección es preciso
advertir que, a la luz de la visión histórica del desarrollo, la
dicotomía ‘desarrollo-subdesarrollo’ carece de sentido porque convierte
el desarrollo en una meta a la cual es preciso llegar para dejar de ser
subdesarrollado cuando, en verdad, cada sociedad tiene su propio proceso
de desarrollo, así como tiene su propia historia, que no puede enajenar
ni desconocer por más que quiera hacerlo.
Desde luego, existen distintos procesos de
desarrollo, unos más afortunados que otros, pero esta indiscutible
realidad histórica no debe confundirse con la dicotomía aludida, de
manera que, por la misma razón, también es necesario erradicar la
locución ‘país en vía de desarrollo’, por cuanto adolece del mismo error
conceptual, ya que induce a pensar que el desarrollo es un estadio al
que hay que llegar más tarde o más temprano.
El mayor inconveniente de la dicotomía
desarrollo-subdesarrollo o de expresiones como ‘país en vía de
desarrollo’ es el de encubrir una estrategia de diferenciación y de
dominación [Escobar 1996/1998, 51-111] y [Quijano 2002, 59-72] mediante
la cual los países ‘desarrollados’ toman para sí la misión de
‘desarrollar’ a los que no lo son, pero, por ello mismo, asumen
posiciones de subyugación, opresión y exacción en aras de un hipotético
e irreal, proyecto salvador de desarrollo.
En este sentido, el sistema
centro-periferia propuesto por la CEPAL puede considerarse todavía
vigente, no obstante que sea necesario cualificarlo mediante la
introducción en el análisis del papel de las compañías transnacionales
en la división internacional del trabajo y en el proceso global de
acumulación de capital. Sin embargo, a diferencia de la falacia
ideológica y conceptual presente en la dicotomía
desarrollo-subdesarrollo, el sistema centro-periferia aún puede
enriquecer la explicación de las relaciones asimétricas entre los países
del mundo, sin sugerir, en momento alguno, que la periferia tenga
posibilidades reales de convertirse en centro por cuanto la existencia
simultánea de ambos ‘polos’ es, precisamente, la clave de la
explicación. Con todo, hay que admitir también que en la CEPAL está
presente la idea de progreso a través de la industrialización, lo que,
de algún modo, sugiere la presencia de la visión normativa, ya que para
esta escuela latinoamericana de pensamiento económico las sociedades
capitalistas ‘industrializadas’ se convirtieron en un modelo a alcanzar
En realidad, el mayor desafío que enfrenta
el concepto de desarrollo es el de poder desligarse del proceso de
acumulación de capital, de escapar de los límites estrechos de la
dimensión económica, porque “hasta el presente siempre se ha
confundido con la acumulación a través del papel positivo que se
atribuye al crecimiento” [Peemans 1996, 48], lo cual se evidencia en
el hecho reiterado de comparar y clasificar los países de acuerdo con su
nivel de PIB per cápita, inconveniente en la medida en que desconoce los
problemas de distribución del ingreso y las características sociales
internas de cada nación, además de centrar la atención en la categoría
riqueza pero sin tener en cuenta que “mientras la economía mundial
continúa su proceso de expansión y crecimiento global, una visión de
conjunto del mundo permite ver que estamos avanzando hacia un colapso de
la misma civilización que se está expandiendo y creciendo” [Razeto
2000, 11] como producto, precisamente, del equivocado enfoque dado al
concepto de desarrollo al haberlo confundido con sus objetivos y al
asimilar éstos al crecimiento económico y a la acumulación de capital.
Si el desarrollo se aborda desde la visión
histórica y no desde la normativa, aparece, en consecuencia, como el
proceso social que es pero desprovisto de cualquier teleología
inmanente, de cualquier determinismo histórico, ya que, entonces, es
menester admitir que son los actores sociales protagónicos de cada
sociedad capitalista específica quienes determinan, en medio del
conflicto interno y externo que ello implica, tanto los objetivos del
proceso como los medios para alcanzarlos, de lo cual se derivan
consecuencias sociales de todo orden.
Puesto que no interesa aquí analizar el
desarrollo específico de una sociedad en los distintos modos de
producción, el análisis subsiguiente se hará teniendo en mente el
desarrollo dentro del capitalismo, por ser éste el imperante a nivel
mundial en la actualidad y, dentro de lo previsible, en el futuro
inmediato.
Esta determinación obliga a definir el
significado del desarrollo en el capitalismo, en consonancia, desde
luego, con la concepción general propuesta; así, para la población de
las sociedades capitalistas el desarrollo es el proceso dialéctico de
resolución-generación de sus antagonismos y tensiones de poder durante
el espacio-tiempo histórico de las mismas, regido, ordenado y regulado
por el capital en tanto relación social que origina la contradicción
básica de este modo de producción: propietarios de medios de producción
vs. poseedores de fuerza de trabajo, mediante la cual se genera y
acumula plusvalía y se transforma el ambiente global en un mundo de
mercancías donde todo tiende a tener precio. En el capitalismo, por
tanto, el desarrollo es el incesante replanteamiento dialéctico de
los antagonismos y las tensiones de poder que no modifica la
contradicción básica de este modo de producción.
Las fuerzas transformadoras del orden
social en el capitalismo se encuentran en el proceso de producción por
una razón de gran importancia como es la de residir en él la
posibilidad de acumulación de capital y de reproducción para un
porcentaje significativo de la población, esto es, el de aquellos
contingentes sociales vinculados directamente al capital; de otra parte,
el capital, en tanto relación social ordenadora y reguladora del modo de
producción, regula, de forma indirecta, las modalidades de inserción
social y de reproducción biológica de los contingentes sociales que
figuran en la órbita del pauperismo, en condición de excluidos, por
acción o por omisión, de la dinámica de producción capitalista y en
condición de formas no capitalistas de producción, como quiera que
influye sobre las modalidades e intensidad del trabajo social que llevan
a cabo y sobre el patrón de asentamiento territorial de estos
contingentes.
El enfoque socio-histórico del desarrollo
permite comprender, de un lado, que en el modo de producción capitalista
las relaciones sociales ordenadoras y reguladoras del desarrollo dentro
de una sociedad determinada son el capital y el Estado y que, de otro
lado, en el capitalismo las relaciones de la población, organizada en
sociedad, con la naturaleza, son mediadas por las relaciones sociales
ordenadoras y reguladoras del mismo, es decir, capital y Estado.
Desde este punto de vista, el análisis del
desarrollo conduce, indefectiblemente, al campo relacional del poder,
entendido el poder como la capacidad de crear y de hacer valer derechos
de propiedad y de posesión mediante el control económico y político
sobre las decisiones estratégicas en los circuitos de valorización y en
el proceso de acumulación de capital, en los cuales el poder económico
alude a la capacidad de crear los citados derechos , en tanto que el
poder político se refiere a la capacidad de hacerlos valer, sea por
persuasión y/o por coerción.
El capital crea la mercancía pero necesita
del Estado, en tanto relación social, para regular y legitimar la
relación mercantil y la relación salarial sobre las cuales fundamenta su
crecimiento y acumulación en una sociedad determinada. En el campo
relacional del poder, los distintos actores sociales protagónicos
intentan hacer prevalecer sus intereses estratégicos sobre los de los
demás, apelando para ello a las alianzas, las indiferencias tácticas y/o
los enfrentamientos directos. En últimas, el interés estratégico de cada
uno de los actores sociales protagónicos reside en el hecho de pretender
conservar su protagonismo social, generándose, de este modo, una
relación dialéctica entre el actor social protagónico y su interés
estratégico, puesto que en el espacio-tiempo histórico deben modificarse
recíprocamente, so pena de perder el actor social su carácter de
protagónico.
En el capitalismo el tránsito de una fase
de desarrollo a otra es posible mediante la crisis, entendida ésta como
el proceso socio-histórico mediante el cual la relación social que rige
el modo de producción sufre una transformación orgánica, vale decir
sustancial y de largo plazo, en la forma general de ordenar y regular el
conjunto de relaciones sociales.
En este sentido, la crisis que hace
posible el cambio de fase de desarrollo es un mecanismo mediante el cual
el modo de producción capitalista se reajusta para sostener el capital
como relación social ordenadora y reguladora del desarrollo a través de
modificaciones en “la relación salarial que es el principio de
invariabilidad del modo de producción capitalista” [Aglietta
1976/1979, 342]; así pues, toda crisis en las condiciones de
reproducción de la relación salarial puede calificarse de “crisis
orgánica del capitalismo” [Aglietta 1976/1979, 140] y es el factor
que, en últimas, explica el cambio de fase. La razón de ser de esta
situación aflora con facilidad si se considera que es mediante la
relación salarial que el capital se reproduce y acumula, al tiempo que
determina y regula el ordenamiento social, no sólo en una sociedad en
particular sino a nivel mundial, dada la predominancia del capitalismo
sobre los demás modos a dicho nivel.
Para terminar, cabe sugerir que a partir
de la visión socio-histórica del desarrollo social es posible abordar el
estudio, con perspectiva interdisciplinaria, de, entre otros, los
siguientes temas específicos: relaciones entre ética, instituciones y
economía; oportunidades sociales, capacidades individuales y libertades
reales; Estado, mercado, cultura y derechos humanos; riqueza, pobreza y
libertad; objetivos de desarrollo social, políticas económicas,
acumulación de capital y conflictividad social; ambiente, políticas
económicas y calidad de vida; valores de existencia y precios de
mercado; eficiencia económica y equidad social; evaluación financiera,
económica y social de proyectos de inversión; régimen político,
conocimiento científico-tecnológico y crecimiento económico;
conflictividad social, movimientos sociales y acumulación de capital;
conflictividad social, crecimiento económico y distribución del ingreso;
globalización económica, políticas económicas, crecimiento económico y
distribución del ingreso; régimen de acumulación de capital y modo de
regulación social; economía positiva y normativa; y economía solidaria
y estilos alternativos de desarrollo.
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